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De aventuras por el Valle del Reino de Bagán

Tras un día entero de reposo en el cuarto del View Point Inn, nuestro cuerpo se repone y salimos a recorrer esta mágica ciudad. Por recomendación de nuestro amigo Pablito, alquilamos unas rústicas bicicletas y nos lanzamos pedaleando hacia la “Ciudad Antigua”. Entre bocinazos, nos descubrimos en un valle en el que lo único que hay son árboles y ruinas de pagodas y templos budistas. Nos decidimos por una, y entramos. No hay nadie, a excepción de un chico birmano sentado a la entrada vendiendo pinturas para turistas. Nos cuenta que este templo en el que estamos, el Ywa Haung Gyi Temple, es del siglo XIII, y que los pocos frescos que se ven en las paredes son los originales. Al fondo, un gran Buda se lleva toda la atención. El chico nos muestra todas las telas que tiene extendidas en el piso, las que supuestamente pintaron él y sus hermanos; algunas son hechas con arena, que nos se arruinan al transportarlas, y para que estemos convencidos de que es como nos dice, hace una demostración aboyando la tela y volviendo a estirarla. En efecto, no se arruina. Termina su exposición diciendo que a nosotros nos hace precio. Le agracedecemos por su tiempo y nos vamos sin pintura. Más tarde encontraríamos más telas con los mismos dibujos en otros templos…, se ve que él y los hermanos hacían plagio…

Nuestro recorrido continúa, y atravesamos la puerta Tharabe Gate, entrada a la Old City. Pasamos por Thatbyinnyu Phaya, pero no entramos por estar llena de gente, así que vamos a otra cercana, en la que si bien había gente, se podía subir a la terraza. La Shwe Gu Gyi Phaya está repleta de vendedores de chucherías en el pasillo que nos lleva al interiror, y en el patio, somos elegidos por un trio de niños para ser perseguidos por toda la pagoda tratando de sacarnos algo de plata, sin importar el tipo de divisa. Finalmente nos liberamos de ellos y subimos a la terraza. Esa vista, la que uno que imagina cuando piensa en Birmania, eso fue lo que apreciamos desde ahí arriba. Ärboles y pagodas, palmeras y templos, ladrillo y dorado, nada más, todo cubierto por el sol de la mañana y el una fina capa de humo.

Después de comprar agua, seguimos andando y nos fuimos hasta el Bagan Archaeological Museum, aunque reculamos cuando vimos el precio, y encaramos hacia el puerto para ver si podíamos comer algo. De repente, nos vimos en una polvareda rodeados de colectivos, motos y gente agitada, yendo de un lado al otro con mochilas, bolsos, bolsas y canastas. Gente que nos preguntaba si queríamos tomar un bote y señoras que nos decían que nos decían que en su restaurant sólo se vendía comida birmana, que conta básicamente de curry. Fish curry, pork curry, chicken curry. Bueno, nos fuimos a otro lado. Después de varios intentos y varios kilómetros, encontramos un lugarcito todo hecho con bambú (pisos, paredes, techo, mesas, sillas), el SMT Family, y nos instalamos para pasar las horas de más calor. Jugando millones de partidas de UNO, se hicieron las 2.30 de la tarde, y retomamos el pedaleo.

Nos fuimos hacia una pagoda al borde del cañon desde donde pudimos apreciar la vista del río y las montañas en frente. Abajo, unos pastores arriban con gritos a las ovejas y las llevaban a pastar. Estábamos solos en ese silencio, transportados a otro tiempo. En esta burbuja mágica, seguimos pedaleando por caminos de arena y piedra, entre ruinas de lo que alguna vez fueron edificaciones que gente importante construía para “hacer mérito” y en honor al Buda. Subimos las empinadas escaleritas del tempo Law Ka Shaung, y contemplamos el valle, pero esta vez con la luz tenue de la tarde. Ya sólo por esta vista, valió la pena haber venido a Myanmar.

A partir de esta hora de la tarde, empezó nuestra búsqueda de un buen punto para mirar el atardecer. La idea era la terraza de un templo, las escaleritas de una pagoda, algún lugar alto donde tuviéramos vista al valle. En nuestro mapita teníamos un par de estrellas marcadas con lugares que podrían ser buenos, así que empezamos a buscar. El primer lugar que encontramos era una pagoda, que había sido ocupada por otra pareja, y nos dio lástima arruinarles la intimidad, así que seguimos buscando.

Acá es cuando, en vez de doblar a la izquierda, para ir hacia donde estaban las demás estrellitas marcadas, seguimos derecho, y empezamos a alejarnos de los “buenos puntos”, comenzando así otra aventura. Cuando nos dimos cuenta, tratamos de volver, pero el tiempo nos corría, y los lugares por los que pasábamos no eran adecuado para ver el atardecer (básicamente, no se podía subir al techo ni tenían escalera) o estaban cerrados. A lo lejos, vemos un templo que parece cumplir nuestras expectativas, y pedaleamos hacia él, pero de repente, desaparece el camino bajo las ruedas de las bicicletas, y sólo hay cultivos al alrededor. ¡¡Tenemos que armar nuestro propio sendero!! Bañados por la luz naranja, cruzamos a pata entre algodón y pajonales y, tras dejar las bicicletas entre las pajas, llegamos al templo y nos encontramos con que no se podía subir ni trepando. Decepcionados, buscamos las bicis y volvemos al camino, ya con el sol rojo frente a nuestros ojos. A lo lejos, vemos un lugar alto al que podemos ir a terminar de ver la puesta del sol, y hacia allí vamos, cuando en el camino nos cruzamos con una señora que terminaba su día de trabajo en el campo. Nos acercamos, y le ofrecemos unas galletitas y agua. La señora no habla una palabra de inglés, pero eso no es necesario para el idioma del alma.

Nos fuimos a ver irse el sol, y con el fin del día, decidimos volver por el camino que había tomado la señora, que nos llevó a un pequeño poblado de casitas de paja y gente sonriente. Todos nos saludaban mientras seguían con su cotidaneidad; buscar agua en el pozo, cargar bolsas con el fruto del maní, darle de comer a los animales, conversar alrededor de una mesa con una tazita de té en la mano.

Felices por nuestro hallazgo, nos sentamos a tomar un té en un restaurante local mientras se iba haciendo de noche. Tras probar la famosa ensalada birmana de hojas de té fermentadas, que por cierto, estaba muy buena, nos subimos de nuevo a la bicicleta, llevándonos la sorpresa de la oscuridad. La ruta no estaba iluminada y las bicis no tenían luces. Alumbrando con la milagrosa linterna del celular, pedaleamos como pudimos por los caminos de arena abrazados por un cielo lleno de estrellas. Nuestra aventura terminó, casi una hora más tarde y una perdida, cuando de vuelta en el hostel devolvimos las bicicletas.

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